RAFA MELERO ROJO
VIDAS
GRISES
La
luz de la linterna en mi cara, apaga lo poco que queda de mí. De rodillas, y
sin oponerme, dejo que el policía me ponga las esposas. Es el final. Iba a
suceder tarde o temprano.
Me
intento incorporar. Eso me dobla de dolor. Las manos me arden al contacto con
el metal de los grilletes. Pero eso no es lo que más me duele. Aquello que nos
tomamos antes de salir de casa de mi abuela con mi colega Pedro, me deja en
estado adormilado.
¿Y
toda la sangre que me cubre el cuerpo?
No,
no es mía. Y eso solo predice el desenlace que mi vida lleva años deparándome.
Se
ha acabado todo y solo tengo veinte años.
En
la estación de metro de El Carmel un mosso d’esquadra cierra el acceso al andén
por la entrada sur. Los viajeros protestan por no tener información pero los
que salen con cara de susto de la propia estación no parecen por la labor de
repetir la visión de lo que han vivido unos minutos antes.
La
línea de metro número 5 está cerrada al tráfico. Desde Transportes Metropolitanos
no tardarán en empezar a llamar para saber cuándo pueden reabrir la línea.
Desde la distancia de un centro de control que recibe cientos de llamadas de
queja, un cuerpo que yace en las vías, desmembrado, no afecta a sus decisiones.
Desgraciadamente es más habitual de lo que se piensa. Lo principal es la
reapertura y no cejarán de llamar hasta saber más.
A
pie de andén un sargento de uniforme de la policía autonómica custodia la zona
en espera de que aparezca la policía judicial acompañando a la comitiva
judicial. No es infrecuente que se tenga que parar la línea de metro porque
alguien decide acabar con su vida tirándose a las vías del tren, y en esos
casos el juez suele delegar el levantamiento. Basta con una declaración del
desgraciado maquinista que ha sido testigo de excepción del deceso para ese
trámite. Pero esa tarde, no había sucedido así. Aquello no era un suicidio y el
mando policial responsable estaba seguro que allí iba a venir todo el mundo. Se
giró cuando vio que lo tenía casi todo controlado hasta fijarse en el chaval
que estaba sentado en uno de los bancos custodiado por dos mossos.
Me
miro los pantalones y todavía veo borroso. ¿Qué coño tengo pegado? ¿Por qué
tengo sangre? No me duele nada más que las muñecas. ¿Dónde está el Pedro?
-¿Qué,
vamos haciendo memoria? –me pregunta el mosso que se ha plantado delante de mí.
Lleva unas rayas en el hombro. Yo no entiendo mucho de mandos, pero los otros
se han apartado.
-No
me acuerdo, agente –respondo lo más educado que puedo. Sé por propia experiencia,
que ser irrespetuoso en según qué lugares te puede costar una buena hostia. Y
en eso no se diferencian en nada los colores del uniforme. La hostia más grande
que me han dado me la regaló un picoleto en Murcia cuando visitaba a mi
tía. Me pillaron robándole a una vieja que se cayó al suelo del tirón y se
rompió el codo. O eso me dijeron, llevaba tal cuelgue que ni me acuerdo. Pero
de la hostia, joder que si me acuerdo.
-Chaval,
¿tú te has visto? Hay una cámara en la entrada y ya estamos mirando aquella- me
dice señalando con la cabeza a una que hay en la esquina.
-Sargento
–le dice otro mosso- esta es su cartera.
El
mosso que ahora sé que es el sargento mira mi cartera. En ella solo hay mi DNI,
unas monedas y un billete de cinco euros.
-¿Dónde
está mi colega? –pregunto
-Pues
eso te estamos preguntando.
Por
más que me esfuerce no me acuerdo muy bien. Está todo borroso. Esta mañana
había quedado con el Pedro. En casa de mi abuela. Ella me cuida como si
fuera mi madre. De hecho lo es, porque me he criado con ella. Mi madre vive con
su novio, el de ahora creo que es sudaca. Y mi padre vive en Murcia.
Allí no puedo volver desde la última vez, lo de aquella vieja acabó en el
juzgado y mi padre me dijo que no volviera. Tampoco quiero volver yo. Mi única
familia es mi abuela. Que les jodan a todos los demás.
-A
ver Sr. Juárez –me dice el notas –no tienes
ni veintiún años y tela la carrera que llevas. Doce marrones y tres son con
violencia.
De
la mitad de esos marrones ni me acuerdo. Aquel día que probé la xibeca con diazepan, el mundo cambió
para mí. Un día me encontré en una celda detenido por la Nacional de
Huesca, y no me acordaba de lo que había hecho las últimas veinticuatro horas.
-Esta
vez la habéis cagado del todo. ¿Tienes idea del lío en el que te has metido?
El
poli quiere que confiese. Aquí mismo. Igual le dan una medalla. Pero qué quiere
que le diga si no me acuerdo de nada. He salido de casa de la abuela con el
Pedro. Hoy a la xibeca mi
compadre le ha metido Metadona. Vaya hostia nos ha dado. Ahora solo recuerdo a
mi abuela decirme que se iba no sé dónde. Luego estaba aquí. Pedro me dijo
algo, luego me gritó no sé qué y... Mis pantalones, la sangre.
Joder,
se ha caído a las vías.
Hombre
por fin una lágrima -oigo que dice el sargento.
¿Qué
coño ha pasado? Me pregunto.
-Pedro
–grito mientras busco en el andén y veo aquel reguero de sangre que sube desde
las vías. Lo sigo y no se detiene, desaparece en la pared del túnel.
-Relájate
chaval y no te muevas -me dice un mosso cuando me intento incorporar.
Todo
me da vueltas. He acabado con mi vida y solo tengo veinte años. Mi amigo está
despachurrado en la vía. Ahora solo puedo pensar en mi abuela Carmen. Ya solo
le falta eso, pero qué le voy a hacer. Es la vida que me ha tocado vivir. Ella
ya no cree nada de lo que le digo y eso que es la única persona a la que quiero
y respeto. ¿Pero qué haces en el barrio, sin trabajo y sin dinero?
-¿El
de homicidios? –oigo que pregunta el sargento a uno de la secreta que ha
aparecido de repente.
-Sí.
Estaba cerca y me he acercado rápido, el resto del grupo está en camino.
-Ah,
perfecto. Pues aquí lo tienes.
El
de la secreta llega hasta donde estoy, mi mira a los ojos y luego se fija en la
sangre de mi pantalón. A simple vista no me mira mal, más bien me mira como a
una persona. Eso me hace desconfiar. Nadie me mira así ni cuando voy por la
calle. Y ahora, que no sé qué he hecho y mi amigo, aunque no me lo dice nadie,
está hecho pedazos en la vía, su mirada no denota ni odio ni asco.
No
me fío.
-Dice
el sargento que no te acuerdas de nada.
-Es
verdad. No sé qué le ha pasado a mi colega.
-¿A
tu colega...?
-Al
Pedro Massana –respondo mirando el andén buscando algún resto. Ya es igual que diga su nombre.
-No
le busques por ahí. Sus pedazos están repartidos entre la vía y la máquina del
tren –dice sin inmutarse.
Lo
imaginaba pero esa confirmación me hunde el alma. El Pedro era mi colega
desde niños. Con él me fumé mi primer peta y tomé mi primera birra. El mundo
que yo conozco se está derrumbando. Pero ¿por qué no me acuerdo? ¿Qué ha
pasado? Mi abuela se había ido hacía muy poco. Nos metimos la xibeca con las pastis flotando. Luego siempre viene el
colocón. ¿Qué hacemos en la parada de metro de mi casa? ¿Adónde íbamos?
El
mosso de paisano se va. Ha llegado el grupo del juzgado, los sé reconocer. Una
de ellas es la jueza. Ya no sé si me suena porque me ha enviado al trullo
alguna vez o porque todas se parecen. No he cumplido los veintiuno y he estado
tres veces en el talego. Ya estuve también en las de menores. Creo que aún son
peores que las otras. Incluso que la Modelo. Todos me miran. Algo no va bien,
nadie se preocupa por gente como yo. Llegan los de la funeraria, estos sí que
dan grima. Pero vienen cuatro y llevan dos camillas.
-Sargento,
que vengan urgente los de la científica. Necesito que me miren esto –le dice el
de paisano –este se pone en marcha.
Aparecen
dos mossos más de paisano con unos trajes de plástico blanco y unas
mascarillas. Se bajan a la vía. Joder, ni que tuviéramos el virus, ese. Los que
me custodian ahora están más pendientes de la vía que de mí.
Les
pasan unas bolsas negras. Veo que uno al menos es un bolso de señora. Lo abren
y empiezan a mirar el interior.
-Sargento
–dice unos de los agentes al de paisano-. Tiene que ver las grabaciones.
-¿Hay
un buen ángulo de visión?
El
mosso duda.
-Joder,
tiene que verlas.
Todos
se vuelven a girar mirándome a mí. Un mosso desde la vía dice:
-Va
a hacer falta otra camilla.
La
nube que cubre mis recuerdos se empieza a hacer algo nítida. No me había pasado
nunca. Siempre es niebla lo que recuerdo después de meterme un chutazo de
Metadona con birra. Pero ahora lo veo. Allí está el Pedro que va delante
de mí. Me dice algo que no soy capaz de recordar, solo sé que se ríe. Estamos
bajando al metro. Vamos al centro de la ciudad. Saltamos la valla de la
entrada. La vigilante nos mira y hace como que no nos ve. No quiere problemas.
Llegamos
al andén. Todo parece en calma, ahora no veo al Pedro. El contador de
tiempo hasta el siguiente tren marca que queda menos de un minuto para que
llegue. Hay una mujer rubia en el borde que mira su teléfono móvil. Debe tener
cincuenta años. Lleva su bolso al hombro. Ahora, entre la niebla que esconden
mis recuerdos, vuelvo a ver al Pedro, me mira y me vuelve a decir algo
que no entiendo. Es como si no me llegara el sonido pero él me está hablando. Sus
labios se mueven a cámara lenta.
Se
oyen gritos, veo manos, la mujer rubia sujeta fuerte su bolso, yo lo tengo en
la mano por la asa. Pedro se pone en medio pero otra mujer se interpone. El
tren está llegando. Estiro fuerte, me quedo con un asa, el bolso se rompe.
Gritos ahogados, una sirena que me aturde. Veo al maquinista con mirada de
pánico. Todo se acaba. Estoy en el andén, el tren está frenando y sujeto un asa
de color negro. Algo me golpea y mientras caigo al suelo del andén veo que un
tipo me ha dado un golpe en la cabeza. Niebla.
-¿Cómo
has dicho que se llama el prenda? Le dice el de paisano al sargento.
-Antonio
Juárez.
Me
mira mientras comprueba el DNI que tiene en la mano.
-Llevároslo
para la comisaría. De aquí un rato nos vemos allí.
-Bien,
sargento Masip.
Los
mossos me levantan del banco. Dolor en las muñecas.
-Nos
vamos –dice el más alto.
-Oiga,
usted, el de la secreta -le grito al de paisano porque he visto que es el que
manda-. Avisen a mi abuela, por favor.
Me
mira. Baja la mirada.
-Tu
abuela, está aquí abajo- dice señalando las vías, mientras me observa caerme.
Mis piernas fallan. No quiero entender lo que me está diciendo.
Ahora
la veo.
Entre
la niebla la veo. Allí está mi abuela intentando que Pedro y yo no nos metamos
en líos. Se pone entremedio de la mujer del bolso y Pedro. Mi abuela me llama
por mi nombre. Veo su cara. Yo no la reconozco. Estiro del bolso. Todos se
pierden en la vía. El tren. Tengo un asa de bolso negro en la mano. La
reconozco. Pertenece a su bolso. Yo se lo había regalado. Ahora me doy cuenta
que quizá es el único regalo que le hice a mi abuela.
Sí.
Mi vida se ha acabado.